Silbaban las balizas en la calle, con su sonido chirriante y sus
luces multicolores difuminando el cielo en una discordante combinación de rojo
y azul. Lo recuerdo como si fuese ayer, su cara desquiciada y el cañón de su
.45 mirando directamente a su médula oblonga. Su mirada ya muerta,
perdida en el más recóndito rincón de su mente… me era imposible quitar mi mirada
de sus ojos ya perdidos, sin fe ni esperanza, sumergidos en profunda
convicción, susurraba el derecho un “adiós para siempre” y el izquierdo un
“váyanse a la mierda”, ambos ojos perdidos y desorbitados, que aun así, daban
mas información que los balbuceos erráticos que salían de su boca
obstruida por el cañón del arma. “Fui a ver a dios, le dejé una nota y desde
entonces no he sabido nada de él” exclamó antes de sacarse la sotana y
encañonarse sobre aquella vieja estatua en medio de la plaza.
Evidentemente no quería que nadie se acerque, era difícil, la multitud iracunda
corría erráticamente en direcciones contrarias, al parecer él no era el único
siervo renunciando a su dogma… yo no corría, el morbo me superaba y me mantenía
ahí, inmóvil como una estatua mirando el espectáculo perfecto, sin policías cerca
para detenerlo. Dios a veces nos juega malas pasadas, y después de siglos, hoy
se animaba a mostrarnos su opera prima y yo estaba ahí en primera fila sin la
más mínima intención de poner pausa.
Era cuestión de tiempo, estaba seguro, algo en mi
cabeza lo susurraba tiernamente al oído. Fue entonces cuando un fulgor
anaranjado iluminó la noche; las balizas y todas las luces en la ciudad
sucumbieron ante ella y su posterior sacudida, como si de un terremoto se
tratara, el pánico se apoderaba de la calle. Los gritos ensordecedores de la
gente saturaban el ambiente mientras uno que otro inocente gritaba de dolor al
morir aplastado por la estampida ¿Y yo? Simplemente miraba mientras aquel
fulgor convirtió la noche en día y las estrellas en algo más etéreo que un
recuerdo. Aquel siervo loco aun amenazaba con volarse la cabeza aunque nadie
más que yo le estuviese prestando atención, en lo más profundo de mi alma
estaba un poco asustado, pero de todas maneras sólo observaba y rezaba para que
halara del gatillo lo más pronto posible. Antes de que se me descargara el
celular.
No tuve que esperar mucho, de repente todos los
sonidos de la ciudad fueron silenciados, como al empezar el sermón en la
iglesia un domingo por la mañana. La última misa había comenzado en medio de
una oleada de sonidos de disparo provenientes de todas direcciones… los
feligreses se detuvieron… los feligreses miraban y escuchaban atónitos mientras
un olor a azufre y plomo invadía las calles. El cura se retiro el revólver de
la boca durante un último instante “¡No lo esperen con los brazos abiertos! Él
no los espera a ustedes, menos aun a mi” gritó desesperadamente y entre
lagrimas volvió a poner el cañón en su boca y como si alguien lo persiguiera,
cerró los ojos y apretó el gatillo… una nota más en medio de aquella extraña
sinfonía nocturna mientras yo me encontraba atónito viendo aquel destello iluminando su dentadura, un par de dientes que volaron por el aire, el vapor que le siguió al instante y la sangre que brotaba
desde su boca, mientras su cuerpo
colapsaba abrazado por el plomo caliente y la oscura guadaña de la muerte que
se asía sobre su ahora pálida y melancólica figura, cayó de la estatua sin
decir una palabra, y se tendió boca abajo sobre el suelo, dejando a la vista
aquel sanguinolento agujero en su nuca.
Nadie entendía nada, el cielo se quemaba y nadie se percataba de
ello. Dejé caer el celular aun grabando y me acerqué lentamente al lugar donde él
yacía inerte, retiré el arma de su mano, sentí el calor de su vida aun impregnado
al mango del arma, No entendía nada, pero no importaba, ya no quedaba nada que
entender. Algo me susurraba al oído que el tiempo ya se había acabado y que jamás
volvería con nosotros a ser desperdiciado.
Puse el arma en mi boca, el cañón aun estaba hirviendo y el
desagradable sabor del plomo se hacía sentir en mi paladar, mire aquel cielo
naranjo, tan poco común en una noche como esta, y me devolvió una mirada
desdeñosa y despreciable que partió mi alma en dos, mi dedo acariciaba el
gatillo con una seguridad inquietante y mis oídos, más atentos que nunca, oían
aquella ráfaga de disparos omnipresentes. Mi nariz se retorcía ante aquella
mezcla de olores, sangre, plomo y azufre danzando los tres en el aire, burlándose
de la humanidad. Las campanas dejaron de doblar… un trueno se hizo oír en mi
boca y la ciudad se apagó de golpe, como si de un juguete sin pilas se tratase.
No me abraces padre, porque he fallado y antes de desvanecerme
te aseguro que no has de abrazar a nadie.
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