/Primer capitulo, o relato, o whatever, de "POSTal Apocalipsis" que aun no sé que carajo es pero me gusta como suena... en fin... enjoy : ) \
El olor a gas le despejaba la mente y la luz
casi intermitente de la lámpara le recordaba levemente el olor a verano y el
calor del sol, otrora tan comunes, ahora tan distantes; la luz se posaba sobre
una breve reseña escrita con tinta sobre el papel y el inconfundible hedor de
la sangre y la masacre, apenas camuflados por uno que otro elogio.
 “El último Kaweskar, SIN NOMBRE: 1929-2008,
Ultimo representante de una estirpe de grandes hombres y mujeres, cincelados
por el frio y el viento de la Patagonia. Q.E.P.D”
“El último Kaweskar, SIN NOMBRE: 1929-2008,
Ultimo representante de una estirpe de grandes hombres y mujeres, cincelados
por el frio y el viento de la Patagonia. Q.E.P.D”
Detrás del texto se alzaba impotente e
imponente a la vez, un trofeo más del nuevo orden. Tez morena, ojos verdes,
semidesnudo, bañado en  resina y
ojos tan vacios como sólo un cuerpo despojado de su alma y su orgullo pueden
lograr. Aun le era difícil comprender las palabras, Tanto tiempo en la penumbra
y el cobijo de aquel lúgubre edificio despojaban de cordura y capacidad de razonamiento
a cualquiera, aun así sabía que era lo que seguía a lo largo del pasillo, el
“kaweskar” como lo llamaban los visitantes antes de que el museo cerrase para
siempre sus puertas, se encontraba acompañado de más como él, a uno le llamaban
el “mapuche” a otro
“El yagan” .Todos ellos los últimos de su pueblo, todos ellos sometidos al
mismo genocidio a manos de las mismas manos, todos ellos exhibidos en sus
altares personales, haciendo caso omiso a la masacre a la que fueron sometidos
una vez acabada la guerra.
La luz y el olor a gas le irritaban los ojos, a
pesar de eso , aun no terminaba su ronda, la que llevaba haciendo desde hace
meses, quizás semanas, quizás años, a pesar de que el museo había cerrado sus
puertas hace ya tiempo, sentía que aun era su deber vigilar que aquellas tumbas
de hombres embalsamados no fueran a ningún lado, era su deber vigilar su hogar,
aquel que le había dado calor y cobijo durante noches de lluvia y junto con
darle techo le había también regalado un sinnúmero de pesadillas, desde hacía
meses, quizás semanas, quizás años, que durante las noches se encontraba paralizado sobre un pedestal, bañado en resina, en medio de Mapuche y Kaweskar, detrás de
una falsa reseña de su vida, observado por un rebaño de ovejas, aturdido por
sus balidos desesperados, y acosado por los flashes de fuego que disparaban sus
cámaras, calentando la prisión de bálsamos en la que se encontraba
encerrado…  y finalmente las llamas, todo
terminaba en llamas devorando sus inexistentes entrañas.
Todos esos recuerdos fugaces solían acosarlo durante su ronda, siempre
nocturna, detrás de las ventanas tapiadas y las puertas selladas siempre es de
noche, aun así disfrutaba de su ronda y sus inexistentes conversaciones con
los fantasmas de bálsamo y resina… Mientras caminaba, el sabor de la carne
inundó su boca, el hedor de la sangre acarició su nariz, la carne y la sangre
de su ultimo compañero, la ultima comida verdadera que tuvo, y la ultima
despedida con lo más cercano a un amigo que había tenido, aunque más que amigos
eran una manada, hasta que llego el momento en que las ratas y los animales que
entraban al edificio no fueron suficientes para alimentarlos a ambos, pero
“Beta”, como le gustaba llamar mentalmente a su compañero, fue suficiente para
alimentarlo a él… para llenar a “Alfa”.
Le parecía que hubiese sido ayer, o la semana
pasada, o el mes pasado… ¿quien sabe?... En semejante penumbra el tiempo deja
de importar rápidamente, y ese tipo de recuerdos sólo le incitaba a preguntarse
¿Dónde había quedado su humanidad? Y la ausencia de respuesta le hacía olvidar
fácilmente la pregunta.
Aun recordaba el sonido de los disparos en las calles, los gritos desesperados de la multitud enardecida, y aquel inquietante silencio que más que a tranquilidad, apestaba a muerte… Sentía los músculos tensos y sus pelos de punta, probablemente ya habían pasado, días, semanas, incluso meses desde aquella matanza, pero el miedo a la luz, el miedo a salir, el miedo a morir aun eran su fiel compañía.
Lo único capaz de aplacar su miedo, era una buena
conversación con Kaweskar y Mapuche, preguntarles sobre sus vidas, sus
familias, su pasado, y escuchar tranquilamente aquel silencio indolente
proveniente de sus cuerpos embalsamados.
Recorría el salón de las embarcaciones, un
salón enorme donde descansaban los barcos de grandes hombres que se hicieron a
la mar y murieron en el olvido de algún libro de historia, nunca fue su salón
favorito, pero era una buena fuente de comida, era fácil encontrar entre los
cascos de las embarcaciones una que otra rata, de vez en cuando algún desdichado gato que se colaba dentro del edificio por los tragaluces rotos que tenia la
habitación. Para sus labores de caza, adoptaba su posición de cazador, cien
porciento invento de su locura y de su instinto, siempre silencioso como una
sombra, siempre veloz como los vientos de tormenta, y si la suerte andaba de su
lado, algún gato, o un par de ratones, serian una buena cena, pero ese día no
fue de aquellos y cuando ya no daba más de tanto esfuerzo, cayó rendido sobre
la alfombra y bajo el cobijo de la oscuridad de la habitación contigua, abrazó una pesadilla más de aquellas.
Despertó con el sonido de la lluvia sobre el
techo, y varias goteras retumbando con eco en la habitación… un ermitaño en
medio de la gran ciudad, una ya desierta gran ciudad… pero no fue el sonido de
la lluvia el que lo preocupó, sino el sonido de la manilla de la puerta
frontal girando en un fallido intento por abrirse, sus músculos se
tensaron, su sangre se condensaba lentamente y el sudor frió impregnaba su
frente. “vienen por mí” pensó, y la posición del cazador recurrió a su cuerpo
nuevamente, y corrió ágilmente hacia el cementerio de los embalsamados, la cueva de Mapuche y Kaweskar. Allí tenía guardada una lanza que había estado afilando
durante algunas noches en vela y allí fue cuando recordó los dos balones de gas
al fondo de la habitación.
Bajo el manto negro de la habitación miraba
desde una distancia segura como la puerta sucumbía ante los forcejeos
constantes de una patada, escuchó como los seguros saltaban, y observó como la
puerta se abría de golpe… Sabía quienes eran, no así que buscaban, pero si
sabia lo eficaces que eran al momento de asesinar inocentes… se había
desconectado del mundo, escondiéndose en aquel museo abandonado, había
abandonado su humanidad a cambio de un poco de seguridad, sin embargo, todo se
desvanecía lentamente ante sus ojos. Observaba fijamente a las tres siluetas
negras dibujadas con el contraste de una débil luz solar; El sonido de sus
botas dando golpes secos sobre el cemento, el tintineo del metal, el olor a
plomo frío, sólo podían indicar una cosa, pero el instinto se encargaría de escribir
el final de su historia, agarró la lanza con firmeza, y tomo su lámpara con la
otra mano… Olor a gas… corrió rápido como el viento, y arrojó su lanza con
presteza, rodeado por un escudo de sombras. Y en un juego de siluetas vio como
el arma pasó a través del cuello desprotegido de uno de los hombres de hierro,
sintió placer al ver como destrozaba su garganta, y ver como éste colapsaba
rápidamente ante su peso, lanzando un grito ahogado en sangre  “¡Ahí está!” gritó uno de ellos, y al
apuntarlo con la linterna quedó ciego por un momento, las ráfagas, las
descargas y los destellos no se hicieron esperar… olor a plomo caliente,
mezclado con el aroma de su propia sangre... y decenas de truenos retumbando a
lo largo y ancho de lo que se convertiría en su tumba. Sintió un dolor punzante
en su vientre, y lanzo una maldición al sentir su pierna izquierda quebrarse en
dos, en tres y en cuatro… Olor a sangre… Olor a plomo, gas y sangre.
Tendido en el suelo, sus ojos estaban
desenfocados, pero nunca ciegos, estaban más abiertos que nunca, a pesar de la
oscuridad que asolaba el edificio, miró el cuerpo inerte del soldado muerto y
la lanza sobresaliendo de su silueta recostada en el cemento, dio gracias a su
instinto, a su locura , a la protección que le había otorgado la sombra,
Recordó a su padre, a sus hermanos, a su perro, le dio gracias a su madre…
todos ellos siluetas desfiguradas por la memoria, todos ellos ya distantes… le
dio gracias también a las ratas, a los gatos, a Beta, recordó las interesantes
historias que habían compartido con él, Mapuche y Kaweskar desde sus tumbas de
resina. Todo eso mientras veía como aquellos dos soldados se acercaban
lentamente a inspeccionarlo.
Sus rostros cubiertos con mascaras anti gases lo
examinaban con cuidado, con miedo… como si de un animal salvaje se tratase… y
entonces lo recordó… un animal era… seguramente ellos también lo habían sido,
su madre, su padre, Mapuche y Kaweskar, incluso aquellos dos enmascarados aferrados
con temor a sus fusiles.
“Olor a gas” pensó y recordó los dos balones
que había dejado abiertos en la habitación de junto, recordó también la lámpara
a gas prendida en su mano izquierda  y en
un último esfuerzo, estrelló la campana de vidrio de la lámpara contra la
mascara anti gases, el vidrio caliente, el fuego y las chispas tuvieron contacto con el aire, con el
olor a gas… los gritos de dolor y el prisma de colores hicieron el trabajo…
“hijos de puta” pensó, mientras todo se traducía en fuego, llamas y objetos volando
por el aire hasta impactar con las paredes… Los gritos de dolor, el prisma, y
los dos cuerpos volando por el aire con sus mascaras adheridas a sus caras de
animal ya olvidadas…  hasta estrellarse
contra la paredes.
“¡Hijos de puta!” ahogó en un grito 
Y mientras todo se quemaba y el edificio se
hacia añicos, todo se apagó, y después de toda una vida, descubrió que al otro
lado no había nada.
¡Hijos de puta! Gritó. Retumbando con eco en el
vacío.
… se deshizo la luz, se hizo el silencio y nadie nunca respondió.
 
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