viernes, 23 de diciembre de 2011

A esos hombres embalsamados

/Primer capitulo, o relato, o whatever, de "POSTal Apocalipsis" que aun no sé que carajo es pero me gusta como suena... en fin... enjoy : ) \
El olor a gas le despejaba la mente y la luz casi intermitente de la lámpara le recordaba levemente el olor a verano y el calor del sol, otrora tan comunes, ahora tan distantes; la luz se posaba sobre una breve reseña escrita con tinta sobre el papel y el inconfundible hedor de la sangre y la masacre, apenas camuflados por uno que otro elogio.

“El último Kaweskar, SIN NOMBRE: 1929-2008, Ultimo representante de una estirpe de grandes hombres y mujeres, cincelados por el frio y el viento de la Patagonia. Q.E.P.D”

Detrás del texto se alzaba impotente e imponente a la vez, un trofeo más del nuevo orden. Tez morena, ojos verdes, semidesnudo, bañado en  resina y ojos tan vacios como sólo un cuerpo despojado de su alma y su orgullo pueden lograr. Aun le era difícil comprender las palabras, Tanto tiempo en la penumbra y el cobijo de aquel lúgubre edificio despojaban de cordura y capacidad de razonamiento a cualquiera, aun así sabía que era lo que seguía a lo largo del pasillo, el “kaweskar” como lo llamaban los visitantes antes de que el museo cerrase para siempre sus puertas, se encontraba acompañado de más como él, a uno le llamaban el “mapuche” a otro “El yagan” .Todos ellos los últimos de su pueblo, todos ellos sometidos al mismo genocidio a manos de las mismas manos, todos ellos exhibidos en sus altares personales, haciendo caso omiso a la masacre a la que fueron sometidos una vez acabada la guerra.




La luz y el olor a gas le irritaban los ojos, a pesar de eso , aun no terminaba su ronda, la que llevaba haciendo desde hace meses, quizás semanas, quizás años, a pesar de que el museo había cerrado sus puertas hace ya tiempo, sentía que aun era su deber vigilar que aquellas tumbas de hombres embalsamados no fueran a ningún lado, era su deber vigilar su hogar, aquel que le había dado calor y cobijo durante noches de lluvia y junto con darle techo le había también regalado un sinnúmero de pesadillas, desde hacía meses, quizás semanas, quizás años, que durante las noches se encontraba paralizado sobre un pedestal, bañado en resina, en medio de Mapuche y Kaweskar, detrás de una falsa reseña de su vida, observado por un rebaño de ovejas, aturdido por sus balidos desesperados, y acosado por los flashes de fuego que disparaban sus cámaras, calentando la prisión de bálsamos en la que se encontraba encerrado…  y finalmente las llamas, todo terminaba en llamas devorando sus inexistentes entrañas.

Todos esos recuerdos fugaces solían acosarlo durante su ronda, siempre nocturna, detrás de las ventanas tapiadas y las puertas selladas siempre es de noche, aun así disfrutaba de su ronda y sus inexistentes conversaciones con los fantasmas de bálsamo y resina… Mientras caminaba, el sabor de la carne inundó su boca, el hedor de la sangre acarició su nariz, la carne y la sangre de su ultimo compañero, la ultima comida verdadera que tuvo, y la ultima despedida con lo más cercano a un amigo que había tenido, aunque más que amigos eran una manada, hasta que llego el momento en que las ratas y los animales que entraban al edificio no fueron suficientes para alimentarlos a ambos, pero “Beta”, como le gustaba llamar mentalmente a su compañero, fue suficiente para alimentarlo a él… para llenar a “Alfa”.

Le parecía que hubiese sido ayer, o la semana pasada, o el mes pasado… ¿quien sabe?... En semejante penumbra el tiempo deja de importar rápidamente, y ese tipo de recuerdos sólo le incitaba a preguntarse ¿Dónde había quedado su humanidad? Y la ausencia de respuesta le hacía olvidar fácilmente la pregunta.


Aun recordaba el sonido de los disparos en las calles, los gritos desesperados de la multitud enardecida, y aquel inquietante silencio que más que a tranquilidad, apestaba a muerte… Sentía los músculos tensos y sus pelos de punta, probablemente ya habían pasado, días, semanas, incluso meses desde aquella matanza, pero el miedo a la luz, el miedo a salir, el miedo a morir aun eran su fiel compañía.

Lo único capaz de aplacar su miedo, era una buena conversación con Kaweskar y Mapuche, preguntarles sobre sus vidas, sus familias, su pasado, y escuchar tranquilamente aquel silencio indolente proveniente de sus cuerpos embalsamados.

Recorría el salón de las embarcaciones, un salón enorme donde descansaban los barcos de grandes hombres que se hicieron a la mar y murieron en el olvido de algún libro de historia, nunca fue su salón favorito, pero era una buena fuente de comida, era fácil encontrar entre los cascos de las embarcaciones una que otra rata, de vez en cuando algún desdichado gato que se colaba dentro del edificio por los tragaluces rotos que tenia la habitación. Para sus labores de caza, adoptaba su posición de cazador, cien porciento invento de su locura y de su instinto, siempre silencioso como una sombra, siempre veloz como los vientos de tormenta, y si la suerte andaba de su lado, algún gato, o un par de ratones, serian una buena cena, pero ese día no fue de aquellos y cuando ya no daba más de tanto esfuerzo, cayó rendido sobre la alfombra y bajo el cobijo de la oscuridad de la habitación contigua, abrazó una pesadilla más de aquellas.

Despertó con el sonido de la lluvia sobre el techo, y varias goteras retumbando con eco en la habitación… un ermitaño en medio de la gran ciudad, una ya desierta gran ciudad… pero no fue el sonido de la lluvia el que lo preocupó, sino el sonido de la manilla de la puerta frontal girando en un fallido intento por abrirse, sus músculos se tensaron, su sangre se condensaba lentamente y el sudor frió impregnaba su frente. “vienen por mí” pensó, y la posición del cazador recurrió a su cuerpo nuevamente, y corrió ágilmente hacia el cementerio de los embalsamados, la cueva de Mapuche y Kaweskar. Allí tenía guardada una lanza que había estado afilando durante algunas noches en vela y allí fue cuando recordó los dos balones de gas al fondo de la habitación.


Bajo el manto negro de la habitación miraba desde una distancia segura como la puerta sucumbía ante los forcejeos constantes de una patada, escuchó como los seguros saltaban, y observó como la puerta se abría de golpe… Sabía quienes eran, no así que buscaban, pero si sabia lo eficaces que eran al momento de asesinar inocentes… se había desconectado del mundo, escondiéndose en aquel museo abandonado, había abandonado su humanidad a cambio de un poco de seguridad, sin embargo, todo se desvanecía lentamente ante sus ojos. Observaba fijamente a las tres siluetas negras dibujadas con el contraste de una débil luz solar; El sonido de sus botas dando golpes secos sobre el cemento, el tintineo del metal, el olor a plomo frío, sólo podían indicar una cosa, pero el instinto se encargaría de escribir el final de su historia, agarró la lanza con firmeza, y tomo su lámpara con la otra mano… Olor a gas… corrió rápido como el viento, y arrojó su lanza con presteza, rodeado por un escudo de sombras. Y en un juego de siluetas vio como el arma pasó a través del cuello desprotegido de uno de los hombres de hierro, sintió placer al ver como destrozaba su garganta, y ver como éste colapsaba rápidamente ante su peso, lanzando un grito ahogado en sangre  “¡Ahí está!” gritó uno de ellos, y al apuntarlo con la linterna quedó ciego por un momento, las ráfagas, las descargas y los destellos no se hicieron esperar… olor a plomo caliente, mezclado con el aroma de su propia sangre... y decenas de truenos retumbando a lo largo y ancho de lo que se convertiría en su tumba. Sintió un dolor punzante en su vientre, y lanzo una maldición al sentir su pierna izquierda quebrarse en dos, en tres y en cuatro… Olor a sangre… Olor a plomo, gas y sangre.

Tendido en el suelo, sus ojos estaban desenfocados, pero nunca ciegos, estaban más abiertos que nunca, a pesar de la oscuridad que asolaba el edificio, miró el cuerpo inerte del soldado muerto y la lanza sobresaliendo de su silueta recostada en el cemento, dio gracias a su instinto, a su locura , a la protección que le había otorgado la sombra, Recordó a su padre, a sus hermanos, a su perro, le dio gracias a su madre… todos ellos siluetas desfiguradas por la memoria, todos ellos ya distantes… le dio gracias también a las ratas, a los gatos, a Beta, recordó las interesantes historias que habían compartido con él, Mapuche y Kaweskar desde sus tumbas de resina. Todo eso mientras veía como aquellos dos soldados se acercaban lentamente a inspeccionarlo.

Sus rostros cubiertos con mascaras anti gases lo examinaban con cuidado, con miedo… como si de un animal salvaje se tratase… y entonces lo recordó… un animal era… seguramente ellos también lo habían sido, su madre, su padre, Mapuche y Kaweskar, incluso aquellos dos enmascarados aferrados con temor a sus fusiles.

“Olor a gas” pensó y recordó los dos balones que había dejado abiertos en la habitación de junto, recordó también la lámpara a gas prendida en su mano izquierda  y en un último esfuerzo, estrelló la campana de vidrio de la lámpara contra la mascara anti gases, el vidrio caliente, el fuego y las chispas tuvieron contacto con el aire, con el olor a gas… los gritos de dolor y el prisma de colores hicieron el trabajo… “hijos de puta” pensó, mientras todo se traducía en fuego, llamas y objetos volando por el aire hasta impactar con las paredes… Los gritos de dolor, el prisma, y los dos cuerpos volando por el aire con sus mascaras adheridas a sus caras de animal ya olvidadas…  hasta estrellarse contra la paredes.

“¡Hijos de puta!” ahogó en un grito

Y mientras todo se quemaba y el edificio se hacia añicos, todo se apagó, y después de toda una vida, descubrió que al otro lado no había nada.

¡Hijos de puta! Gritó. Retumbando con eco en el vacío.


… se deshizo la luz, se hizo el silencio y nadie nunca respondió.

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